MITOLOGÍA DE LA MUERTE EN MÉXICO
Desde la más
remota antigüedad, el hombre se ha impactado ante la muerte. Cuando alguien
cercano muere, entramos en confusión y duelo, por lo que necesitamos
armonizarnos y volver a encontrar nuestro sitio. De ahí que surja un complejo
aparato de creencias. Aparece la mitología, cuya función principal es armonizar
y sintonizarnos con el universo. La mitología se convierte posteriormente en
religión, filosofía y ciencia.
En México, era común la práctica
de conservar los cráneos como trofeos y mostrarlos durante los rituales
funerarios, que simbolizaban la muerte y el renacimiento. El festival, que
después se convertiría en el Día de Muertos, era conmemorado el noveno mes del
calendario solar mexica, cerca del inicio de agosto, y duraba un mes completo.
Las festividades eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl (relacionada
actualmente con "La Catrina" de José Guadalupe Posada), esposa de
Mictlantecuhtli, “Señor de la Tierra de los Muertos”. Las festividades eran
dedicadas a la celebración de los niños y las vidas de parientes fallecidos.
Mictlantecuhtli, Señor de la Tierra de los Muertos
Nuestra antepasados basaban su mitología en el
ciclo agrícola. Por un lado, la fiesta de muertos
estaba vinculada con el calendario agrícola prehispánico, porque era la única
fiesta que se celebraba cuando iniciaba la recolección o cosecha. Es decir, es
el primer gran banquete después de la temporada de escasez y se compartía hasta
con los muertos. Por otro lado, los hombres observaban cotidianamente cómo el
grano moría, pues era enterrado para, después de un tiempo, resurgir de la
tierra. Aquí es donde comienzan a tener conciencia de la dualidad muerte-vida o
muerte resurrección. Creían que la muerte y la vida constituían una unidad.
Para los pueblos prehispánicos la muerte no es el fin de la existencia, es un
camino de transición hacia algo mejor.
Un
ejemplo de esta dualidad era el mito de la creación de los hombres que
habitamos este mundo, a partir de los huesos de los difuntos: Mictlantecuhtli le
entregó los huesos de los hombres y mujeres difuntos a Quetzalcóatl quien se dirigió
a Tamoachán, lugar de origen, para dárselos a Coatlicue, diosa de la tierra.
Allí los molió en un metate y enseguida Quetzalcóatl se sangró y fecundó la
masa con su propia sangre para dar vida a este hombre.
Dentro de la concepción mexica, el hombre se consideraba soldado del Sol en su combate divino contra las estrellas, símbolos del mal y de la noche o de la oscuridad. Los aztecas ofrecían sacrificios a sus dioses y, en justa retribución, éstos derramaban sobre la humanidad la luz o el día y la lluvia para hacer crecer la vida, por lo que el destino del hombre era perecer. Su muerte se convertía en germen para la vida.
También tenían una
idea de resurrección, ya que gracias a ésta se le daba continuidad al orden cósmico.
Los tipos de resurrección dependían del tipo de muerte, y los cargos y
atribuciones que se tenían en vida se transmigraban a la siguiente fase. Para los antiguos mexicanos lo que
predeterminaba el lugar donde transcurriría su inmortalidad lo determinaban
principalmente, las causas y la forma en que moría.
Tenían una
cosmovisión vertical conformada por 9 infiernos y 13 cielos. Cada uno de estos espacios no tenían un significado moral. En su
conjunto integraban un mundo superior y otro inferior donde los muertos
moraban. De esa manera, cabe
diferenciar que en la sociedad prehispánica los individuos transmigraban según
su posición social en vida.
Creían que había un paraíso que se dividía de acuerdo al paso del sol de oriente a occidente. Este paraíso dividido entre oriento y occidente, se llamaba Omeyocan paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. El Omeyocan era un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos que iban al Omeyocan, después de cuatro años, volvían al mundo, convertidos en aves de plumas multicolores y hermosas. Morir en la guerra era considerada la mejor de las muertes por los aztecas.
El oriental era
el lugar de los guerreros, de los caídos en batallas y de los que nutrían a
Tonatiuh, el sol, con su sacrificio para prolongar su diaria existencia. Después
de cuatro años de acompañar al sol en su recorrido diario, se convertían en
colibríes de hermosos plumajes, siéndoles permitido bajar a la tierra para
alimentarse del néctar de las flores.
Guerrero águila
El occidental era el hogar de las mujeres
que morían en el parto, las Cihuateteos. Se creía que se habían sacrificado al
procrear futuros guerreros.
Estas mujeres eran comparadas a los guerreros ya que habían librado una gran batalla, la de parir, y se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañarán al sol desde el cenit hasta su ocultamiento por el poniente. Su muerte provocaba tristeza y también alegría, ya que, gracias a su valentía, el sol las llevaba como compañeras. Cuando bajaban a la tierra lo hacían de noche convertidas en fantasmas de mal agüero principalmente para las mujeres y los niños (posteriormente dieron lugar a la leyenda de la llorona).
Estas mujeres eran comparadas a los guerreros ya que habían librado una gran batalla, la de parir, y se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañarán al sol desde el cenit hasta su ocultamiento por el poniente. Su muerte provocaba tristeza y también alegría, ya que, gracias a su valentía, el sol las llevaba como compañeras. Cuando bajaban a la tierra lo hacían de noche convertidas en fantasmas de mal agüero principalmente para las mujeres y los niños (posteriormente dieron lugar a la leyenda de la llorona).
Cihuateteo
Otro paraíso
correspondía a Tláloc, y se llamaba Tlalocan y ahí eran recibidos los que
morían ahogados o por otras causas que tuvieran relación con el elemento agua
(ahogados, rayo, hidropesía, afecciones pulmonares, etc.). Se pensaba que en
este lugar había gran regocijo ya que existía una gran cantidad de vegetación y
alimento. Ahí crecen toda clase de árboles frutales y abunda el maíz, el frijol,
la chía y todos los otros mantenimientos. El recién difunto se dedicaba a
cantar con sus compañeros, y a participar en sus juegos y regocijos. Vida de
abundancia y serenidad, bienaventurada, es así como concebían los aztecas, el
tránsito de los que habían sido llamados por Tláloc. El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia. Aunque los muertos
eran generalmente incinerados, los predestinados a Tláloc eran enterrados, como
las semillas, para germinar.
Tlalocan (Teotihuacán)
Los muertos que no era
elegidos para habitar en estos paraísos iban al Mictlán, lugar de los muertos,
o mundo inferior. Ahí tenían que vencer varios retos y peligros para que
pudieran continuar su existencia. Por ese motivo iban provistos por amuletos y
objetos para el viaje.
Cuando
una persona moría, se le doblaban las piernas en actitud de estar sentado,
amarraban sus brazos y piernas firmemente al cuerpo, para depositarlos después
en un lienzo acabado de tejer, al cadáver le colocaban una piedra verde en la
boca que simbolizaba el corazón del difunto. A continuación cosían el lienzo
con el cadáver dentro y ataban a él un petate. Les ponían comida para cuando sintieran hambre, y comenzaba su
viaje. Quemaban el bulto del muerto, y guardaban las cenizas y la piedra de
jade en una urna, que enterraban en uno de los aposentos de la casa, y les
hacían ofrendas a los ochenta días, y cada año, hasta los cuatro que duraba el
viaje a ultratumba, y después ya no lo hacían más, pues consideraban que después de transcurrir
cuatro años de fallecer, el muerto llegaba a su destino final, ocupando su
lugar en el noveno inframundo donde reposará eternamente. Se organizaban fiestas para ayudar al espíritu
en su camino.
Para llegar al Mictlán se tiene que pasar por un caudaloso
río, el Chignahuapan, que es la
primera prueba a la que someten los dioses infernales. Por eso se entierra con
el muerto el cadáver de un perro de color leonado, para que ayude a su amo a
cruzar el río. El alma tiene que pasar después entre dos montañas que se
juntan; en tercer lugar por una montaña de obsidiana; en cuarto lugar por donde
sopla un viento helado, que corta como si llevara navajas de obsidiana; para
ayudar al difunto, se quemaban los atavíos que habían usado durante su vida,
para que no tuviera frío al cruzar este sitio. Después pasaban por donde los
cuerpos flotan como banderas; el sexto es un lugar donde aparecen brazos sin
cuerpo que lanzan flechas; en el séptimo infierno están las fieras que comen
los corazones, donde entregaban la piedra de jade que les habían puesto en la
boca. En el octavo se pasa por estrechos lugares entre piedras; y en el noveno
y último, en Chignahumictlan, ofrecían
regalos a los dioses de la muerte y así su alma podía descansar o desaparecer.
El Mictlán no era un lugar en tinieblas ni
un lugar de castigos, simplemente era la morada de los muertos. Incluso para
los prehispánicos, cuando el sol se ocultaba en el horizonte,
"bajaba" al Mictlán.
El ritual
no tiene más que un solo destinatario, el hombre vivo, como individuo o como
comunidad; su función elemental es curar y prevenir, función que toma mil caras:
desculpabilizar, reconfortar, revitalizar. “El ritual de la muerte, en
definitiva, es un ritual de la vida”.
A la llegada de los españoles, el choque de las culturas, específicamente en lo relacionado con la
muerte, trajo una gran diferencia en la percepción del viaje al inframundo,
pues dejará de ser importante la forma de morir y, en su lugar, regirá la forma
de vivir.
La
concepción de la muerte de acuerdo con la visión prehispánica, seguirá siendo
que no es el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito: vida,
muerte y resurrección como parte de un proceso cósmico que se repite incansable
e insaciablemente. La creación del universo depende del hombre, de su energía
vital, su sacrificio en vida y su continuación en la muerte, pero los españoles
establecerán nuevas fechas de
acuerdo con el calendario católico.
OFRENDA:
En la época
prehispánica, el altar a la muerte tenía el nombre de Tzompantli. En ese tiempo
se colocaba un altar en forma de pirámide el cual era cubierto con papel teñido
de diferentes colores. En el primer nivel colocaban la imagen de Coatlicue y en
el segundo nivel ponían comida y se quemaba copal en pequeñas vasijas de barro,
en el tercer nivel se colocaban flores y follaje.
Tzompantli
Con la llegada
de los españoles y el cristianismo, estas costumbres funerarias sufren
modificaciones: los altares de tres niveles se dedican al simbolismo del padre,
hijo y espíritu santo; se colocan crucifijos e imágenes de santos, fotografías
del difunto, objetos personales del mismo, así como alimentos y bebidas que
disfrutaba en vida. Las velas colocadas en la ofrenda significan los siete
pecados capitales y las veladoras sirven para guiar al difunto a su destino; la
flor de cempazúchitl de vivos tonos de color amarillo, es la tradicional flor
de muertos y denota la fuerza de la luz del sol, sirve de guía a los espíritus
de los difuntos que vienen de visita los dos primeros días de noviembre. El
color morado se usa en señal de duelo, el camino de flores y follajes es para
que el alma del difunto pase por ahí; las velas y veladoras alumbrarán el
camino y el copal purificará el ambiente y alejará a los malos espíritus. El
día uno de noviembre se llama también Día de los Angelitos, (De Todos los
Santos) y según la creencia religiosa, ese día regresan las almas de los niños
muertos a las que fueron sus casas. El día dos llegan las de los difuntos
adultos y el día tres, los familiares se comen los alimentos de la ofrenda,
rezan y quitan el altar.
Es
también necesaria la presencia de los cuatro elementos con los que todo está
formado: agua, tierra, viento y fuego. Ninguna ofrenda puede estar completa si
falta alguno de estos elementos, y su representación simbólica es parte
fundamental de la ofrenda:
1. El agua, fuente de vida,
en un vaso para que al llegar puedan saciar su sed, después del largo camino
recorrido.
2. El pan, elaborado con los
productos que da la tierra, para que puedan saciar su hambre.
3. El viento, que mueve el
papel picado y de colores que adorna y da alegría a la mesa.
4.
El fuego, que todo lo purifica, y es en forma de veladora como invocamos a nuestros
difuntos al encenderla y decir su nombre.
5. Además no debe de faltar un poco de sal que
evita la corrupción del cuerpo durante sus idas y venidas del inframundo
durante los 4 años de su viaje al Mictlán.
Pequeño altar de muertos
Hoy, al igual que en tiempos prehispánicos,
se lleva a cabo esta celebración de manera festiva, pues conlleva la idea de
renovación de la fertilidad. No es una veneración hacia la muerte, pues más bien se rendía culto a los
antepasados, a la propia sangre, al linaje, pues la muerte es el germen de la
vida misma. Por eso nuestros antepasados bailaban y celebraban en grandes
festines.
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