Pareciera
que el hombre es el mismo en cualquier lugar, pero las culturas que lo
conforman y, por supuesto, su medio geográfico, lo obligan a mirar el mundo, su
universo, con distintos ojos. Existen grandes diferencias entre la cosmovisión
oriental y la occidental, origen del choque entre ambas culturas.
El hombre, desde el principio de los tiempos, ha
observado la naturaleza y sus fenómenos: las estaciones del año, el movimiento
de los astros, los ciclos agrícolas, etc, y se ha situado a sí mismo dentro de
estos ciclos, como un ser más que experimenta los cambios propios de la madre
naturaleza; es decir, ha sido consciente de que comparte, con el resto de la
naturaleza, el tiempo cíclico que rige su vida.
Debido a este tiempo cíclico, sabe que nada es
permanente, ni siquiera la muerte. Sabe que existen diversas oportunidades para
completar la meta de su vida. Es por eso que se encuentra inmerso en un ciclo
de reencarnaciones, parecido al ciclo de las estaciones del año que regresan
continuamente. El hombre es insignificante comparado con el universo. Todo su
entorno es sagrado. Éste es el pensamiento del hombre nacido en el Oriente,
pensamiento del hombre “antiguo”, que ha permanecido a través de los siglos.
Ouroboros: serpiente que se muerde la cola. Símbolo del eterno retorno
El hombre “moderno”, occidentalizado, en cambio,
se coloca en el centro del universo, concibiéndose a sí mismo como el amo y
señor de su entorno. “El hombre es la medida de todas las cosas” aseguraba
Protágoras (sofista del siglo V). No en vano Dios creo al hombre para domeñar
sobre las bestias de la creación y sobre todo su entorno, rezaba la Biblia. Este
hombre espera vivir una vida incomparable, una vida que valga la pena haber
sido vivida, pues sólo tiene una vida para demostrar quién es. Espera,
asustado, el final de su mundo, la destrucción, el apocalipsis. Concibe su vida
en forma lineal: nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte. Tiene una
única oportunidad de demostrar quién es. Hereda el protagonismo de los antiguos
héroes griegos como Aquiles, Teseo, Jasón, Perseo y Orfeo, entre otros, que
logran hazañas inimaginables, convirtiéndose en paradigmas de valentía, en
ejemplo de hombres que logran cumplir su destino y conquistar el cielo, los
Campos Elíseos. Al centrarse en sí mismo, olvida lo sagrado de su entorno. El
hombre oriental, en cambio, sabe que sus héroes, Rama y Krishna, por ejemplo, son
tan sólo reencarnaciones de Vishnu.
El héroe griego Perseo con la cabeza de Medusa
Los griegos nos heredaron una visión
antropocéntrica del universo. En eso radica la occidentalización del mundo
(entre otras cosas), que se llevó a cabo a partir de que el mithos cediera su lugar al logos; a la pérdida del pensamiento
sagrado enraizado en la comprensión del cosmos como cíclico.
El mundo occidental, afianzado desde este momento
en el logos, termina siendo objetivo,
lógico, universal, científico; en cambio el oriental seguirá siendo subjetivo,
emocional, personal, de creencias y fe, de mitos. El primero resuelve las
preguntas de cómo; el segundo, de por qué. Mientras el occidental busca
conquistar el mundo, el oriental busca conquistarse a sí mismo.
El hombre en Oriente tiene tendencia a vivir lo
más posible en lo sagrado. Lo sagrado equivale a la potencia y, en
definitiva, a la realidad por
excelencia, a la perennidad y eficacia. El hombre en Occidente vive en
lo profano. La oposición sacro-profano se traduce a menudo como una oposición
entre real e irreal o pseudo-real. Para
este mundo oriental, aún no llega el tiempo de la “muerte de Dios”, como diría
Nietszche con respecto al mundo occidental.
El arte es prueba de estas diferentes cosmovisiones:
En Oriente, el arte se halla intrínsecamente
ligado a lo sacer, su imagen es de
aquél de quien es imagen. Es necesario para conseguir el poder sagrado para
vivir. Por el contrario, el arte en Occidente, es emanación o proyección de la
personalidad individual de quien la realiza. Y el arte queda connotado
socialmente como “improductivo”, como un valor suntuario destinado al goce
hedonista.
Para el occidental, el mundo es lógico,
estandarizado, absoluto, verdadero, práctico, lineal, al grado que
continuamente va “progresando”. En cambio, para el oriental, el mundo es
relativo, simbólico, místico, especulativo, tradicional, cíclico.
Defender las creencias de cada mundo ha producido
comportamientos violentos. El mundo occidental cree que es mejor el razonamiento
lógico; el oriental, la fe. Al final de cuentas, ¿valdrá la pena indagar quién
tiene la verdad?
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