Para Platón, el tiempo es la imagen de la “Eternidad”, esto no es extraño de ninguna manera, ya que desde la época de las cavernas, el hombre primitivo, al contemplar el cielo, daba fe de la existencia de fenómenos cíclicos. El tiempo, entonces, era una sucesión “infinita” y confusa de soles y lunas saliendo y ocultándose; esto significaba que el tiempo tenía un vínculo indisoluble con los movimientos cósmicos, era, por lo tanto, eterno.
Todas las culturas antiguas, a partir de la observación del movimiento de los astros, intentaron encontrar un calendario que reflejara correctamente las estaciones, pues era fundamental para el trabajo agrícola. La idea de la agricultura que tenían estos pueblos no sólo se limitaba a la actividad alimentaria que satisfacía las necesidades de su gente, sino que, como dice Mircea Eliade, “la agricultura, como cualquier otra actividad esencial, no es una simple técnica profana. Puesto que se relaciona con la vida presente en las semillas, en el surco, en la lluvia y en los genios de la vegetación, la agricultura es ante todo un ritual”.
Los fenómenos naturales como la lluvia, la sequía, el sol, el trueno, el relámpago, las estaciones, eran inexplicables, por lo que se atribuían a los dioses a quienes se debía rendir culto y veneración, y además se debían complacer, para que fueran propicios para la labor.
La mitología de diversos pueblos nos muestran la relación existente entre el trabajo agrícola y el tiempo:
Para los mexicas, las corrientes frías del inframundo se encontraban con las calientes del cielo y daba inicio el acto sexual, que se confundía con la guerra. El producto de este encuentro era el tiempo. Es decir, el tiempo aparecía entre la tierra y el cielo, justo donde la humanidad se desarrollaba, en la fertilidad.
cipactli o cocodrilo cósmico: la parte superior da origen al cielo; la inferior, a la tierra.
Los antiguos agricultores podían darse cuenta de que las semillas se ocultaban en el interior de la tierra, en el mundo subterráneo de la muerte, preparándose para volver a la vida, a la superficie terrestre, en el próximo período de cosecha. Vida y muerte producían, entonces, un ciclo eterno: no podía haber muerte sin vida previa. El culto a la muerte tenía, por tanto, un profundo sentido agrícola.
Entre los romanos, Saturno era invocado en el momento de la siembra. Era el menor de los hijos de Urano y Gea, el Cielo y la Tierra; se casó con Ops, la Riqueza, con quien tuvo varios hijos; se le solía representar con una hoz o guadaña, instrumento agrícola, que usó como arma para castrar y destronar a su padre, Urano. Curiosamente, estos elementos los encontramos, posteriormente, en las imágenes de la muerte.
Saturno con su hoz como dios agrícola.
Saturno corresponde al dios griego Cronos, dios del tiempo, quien, para conservar su poder, devoraba a toda su descendencia. Era el dios que mataba y escondía a sus hijos dentro de su esposa Gea (la Tierra), para conservar su eternidad. Otro dios agrícola, como podemos ver.
Entre los fenicios, Baal era dueño y señor de la naturaleza, la fecundidad, la meteorología y el tiempo, entre otras cosas. Representa rasgos de un dios que muere y resucita cíclicamente así como las semillas. Dios eterno, por lo tanto.
Con el paso del tiempo y la construcción de las ciudades, el hombre perdió su estrecha relación con el campo y con la cosecha. Dejó de observar los fenómenos de la naturaleza; comenzó a olvidar sus mitos, los rituales que celebraba durante la época de la siembra; dejó de tener la visión sagrada del alimento, de la dicotomía vida-muerte; dejó de percibir el tiempo como sagrado, para comenzar a medirlo con relojes y con un calendario desvinculado de los ciclos naturales.
Y así, comenzamos a perder el sentido de nuestro andar por el mundo. Olvidamos nuestra procedencia e iniciamos la destrucción de nuestra Tierra. Y, lo que es peor, dejamos de considerar sagrada nuestra vida.
¿No creen que es hora de asumir nuevamente nuestro papel dentro de la naturaleza y regresarle al campo su sacralidad y al tiempo su eternidad?